miércoles, 15 de julio de 2015

INTERCULTURALIDAD Y EDUCACIÓN INTERCULTURAL EN MÉXICO

INTERCULTURALIDAD Y EDUCACIÓN INTERCULTURAL EN MÉXICO
En México, la interculturalidad constituye un campo aún emergente tanto de la investigación académica como de la planeación política e institucional así como de la intervención pedagógica. Apesar de su carácter reciente, en estas diferentes vertientes académicas, políticas y educativas, el debate actual sobre los modelos, enfoques, conceptos y soluciones interculturales refleja la persistencia e influencia decisiva de tradiciones profundamente arraigadas en las “políticas de identidad” nacionales, regionales y étnicas. El indigenismo, incluso en sus fases post y/o neoindigenistas, sigue estructurando una forma específica de construir, percibir e implementar la “gestión de la diversidad”.
El entramado de relaciones normativas, conceptuales y empíricas que se esta­blecen entre “interculturalidad” y “educación” no es dominio exclusivo del quehacer pedagógico, sino requiere de un análisis comparativo e interdisci­plinar. Es desde esta perspectiva que proponemos el estudio comparativo de los modelos de educación intercultural (Gogolin, 2002; Dietz, 2003, 2009b).
México se ha ido generando entorno al topos de la interculturalidad y de la educación intercultural, para ofrecer un panorama global de los “tipos” y de las “vertientes” del discurso mexicano contemporáneo en relación con sus implicaciones transnacionales así como con tres ejes teóricos subyacentes: la diversidad, la diferencia y la desigualdad. De este objetivo general derivamos los siguientes pasos:
ü  recopilar el conjunto de enfoques generados desde el debate académico y la programación político-institucional desde los años noventa en torno a la interculturalidad en el ámbito educativo;
ü  analizar y comparar dichos enfoques en función de sus “gramáticas discursivas” subyacentes (Gingrich, 2004), que –ésta es nuestra hipó­tesis– son el resultado del trato privilegiado de las concatenaciones de los mencionados ejes de diversidad, diferencia y desigualdad (Dietz, 2009a, 2009b);
ü  relacionar esta tipología de enfoques con sus interferencias discursi­vas transnacionales, para rastrear sus orígenes ideológicos así como sus implicaciones programáticas en su aplicación pedagógica (Mateos Cortés, 2009, 2011);
ü  generar de estas comparaciones una muestra representativa que identi­fique enfoques y discursos con sus respectivas opciones programáticas, y así identificar para cada caso una serie de prototipos de políticas públicas y de su aplicación programática.

Interculturalidad y educación intercultural: hacia un marco conceptual comparativo

En los últimos años hemos asistido a un espectacular incremento de los temas relacionados con el carácter multicultural de las sociedades hasta ahora con­sideradas “monoculturales”. Con ésta u otras expresiones equivalentes, han surgido reflexiones e investigaciones por parte de profesionales de diversos campos, pero muy especialmente de las ciencias sociales. Algunos sostienen que este nuevo ámbito de estudio está estrechamente relacionado con el resur­gimiento y la redefinición de las identidades étnicas indígenas, en el contexto del así denominado “postindigenismo” latinoamericano. Otros insisten en que son más bien los nuevos flujos migratorios del Sur hacia el Norte los que han obligado a que se replanteen no pocos aspectos que configuran nuestra vida social y cultural desde ámbitos disciplinares muy diversos: del derecho, la historia, la sociología, la genética, la antropología y la pedagogía.
La discriminación, el reconocimiento y las trampas de la discriminación positiva
El objetivo de esta política de “acción afirmativa”, aplicada primero en los cuerpos representativos y que tienen poder en la toma de decisión de los movimientos mismos y, posteriormente transferidos a las esferas académicas y educativas, consiste en paliar la discriminación persistente debida a criterios de género, color de la piel, religión, etnicidad, etc., que las minorías sufren a través de una política deliberada de “discriminación positiva” (Pincus, 1994).
El resultante concepto-clave del multiculturalismo, la “cultura”, se asemeja cada vez más a la noción estática de cultura que la antropología generó en el siglo xix y que acaba subsumiendo las complejas diferencias, traslapes e intersecciones “raciales”, “étnicas”, de “género”, “culturales”, “subcultura­les” y de “estilo de vida”:
La “cultura” en este sentido, se supone que es algo virtualmente intrínse­co a los genes de la gente y que los distingue y separa para siempre. Una sociedad “multicultural”, según este razonamiento, es por ello un pozo de monoculturas atadas, divididas para siempre entre los nosotros y los ellos (Vertovec, 1998: 37).
Las estructuras nacionalitarias subyacentes al discurso intercultural
El tratamiento diferencial —sea éste asimilador, integrador, segregador etc.— proporcionado desde los sistemas educativos oficializados y dirigido a determinados grupos supuestamente minoritarios, forma parte integral de las “políticas de identidad” del Estado-nación. La percepción de la alteridad es, a la vez, producto y productora de identidad (Dietz, 2009b). Esta estrecha interrelación entre la concepción de “lo propio” y de “lo ajeno” no sólo es constatable en las ya clásicas pedagogías decimo­nónicas del “nacionalismo nacionalizante” (Brubaker, 1996).
Desde los inicios de este proceso de institucionalización programática, los movimientos multiculturalistas van generando su propia teorización académica (Dietz, 2003, 2009b). Sobre todo para el contexto anglosajón, la relación dialéctica y crecientemente contradictoria entre la praxis del multiculturalismo y su autoanálisis conceptual ha sido ilustrada por dos campos interdisciplinarios arriba mencionados: por un lado, la evolución de los denominados estudios étnicos, i.e. el autoestudio con fines de “em­poderamiento” practicado por las propias minorías étnicoculturales, y, por otro lado, el surgimiento de los estudios culturales, entendidos como una heterodoxa “culturalización” crítica de los discursos académicos imperantes en el conjunto de las ciencias sociales y humanidades occidentales.
Hacia un marco conceptual común
Indagando en dichas “gramáticas de la diversidad”, entendidas éstas siem­pre de forma contextual y relacional, se evidencia la arriba mencionada homología estructural entre el nacionalismo hegemónico, por una parte, y el multiculturalismo originalmente contestatario, por otra parte. Ambos constituyen respuestas institucionales específicas al desafío del pluralismo, de la diversidad y heterogeneidad etnocultural. Esta homología y similitud estructural entre ambas tradiciones político-ideológicas hace posible que el discurso acerca de la “educación intercultural”, una vez que haya sido institu­cionalizado y academizado, no sólo “migre” del ámbito de las reivindicaciones sociales al de la teorización académica y de la “intervención” pedagógica.
Para comprender un discurso, debemos analizar las condiciones sociocul­turales en que se genera, ya que los emisores de éste pueden asignar distintos significados a los términos utilizados. Por ello, al hablar de interculturalidad debemos de ser reflexivos y críticos de nuestros discursos ya que el término se construye histórica y contextualmente (Fornet-Betancourt, 2004; Beu­chot, 2005). El término interculturalidad es utilizado en programas, prácticas y políticas educativas, y por su carácter polisémico ha llegado a convertirse en un “comodín para los discursos políticos de moda” (Cavalcanti-Schiel, 2007: s.p.).
Categorizar a los discursos migrantes
Para concatenar el análisis del discurso intercultural con una tipologización comparativa de sus respectivos actores y marcos institucionales, complemen­tamos en este análisis la mencionada teorización sobre migraciones transna­cionales con algunas categorías procedentes del estudio de las transferencias de conocimientos y saberes. Para analizar redes intelectuales transnacio­nales, Charle, Schriewer, Wagner (2006) distinguen entre:
·         la divergencia cultural inicial entre contextos de difusión implicados,
·         los intermediarios que intervienen en el proceso de transferencia y traducción intercultural de discursos,
·         los campos de transferencia, que son los ámbitos institucionales y de polí­ticas públicas en los cuales se aplica y aterriza el discurso transferido,
·         el modelo cultural interno de quien adopta y se apropia de un discurso exógeno, así como, por último,
·         la pantalla lingüística desde la cual se acaba incorporando el discurso transferido, traducido y apropiado.
Los “intermediarios”
Para aclarar quiénes son los intermediarios y el papel que juegan en el proceso de migración del discurso intercultural, distinguimos a los “emisores” de los “receptores” del discurso. Denominamos emisores a los sujetos que tienen la autoridad o el poder de teorizar acerca de la interculturalidad; en cambio, los destinatarios son aquellos que acogen dicha teorización. En el primer caso, ubicamos a los protagonistas intelectuales o ideólogos principales de la interculturalidad; sujetos que cuentan con una gran trayectoria académica, que gozan de una “autoridad” y tienen un prestigio institucional. En el segundo, incluimos a los actores que acogen o reciben dicha teorización a través de cursos de formación y actualización relacionados con la interculturalidad.
Básicamente los intermediarios juegan tres papeles característicos: primero, importan o exportan conocimientos, nociones y métodos; segundo, enseñan o transmiten tal conocimiento, nociones y métodos […] finalmente, adaptan las nociones y los métodos a la cultura local para asegurar una implantación fructífera y duradera (Charle, Schriewer, Wagner, 2006: 177).
El “modelo cultural interno”
Los elementos que diferencian a los sujetos al momento de cohesionarse, forman y cohesionan en ellos un modelo cultural interno. Frente al nuevo discurso, y de forma paralela al proceso de migración, los sujetos generan un proceso de reconocimiento de lo que les es “propio” o “ajeno”. Ese recono­cimiento puede crear reacciones de resistencia y defensa o puede reafirmar su identidad, evitando o conflictuando la incorporación del discurso al nuevo contexto. Aquello que se convierte en resistencia lo denominamos modelo cultural interno; consiste en el conjunto de pensamientos, creencias y prác­ticas que de manera consciente e inconsciente integran la identidad de las personas. La categoría remite a la “tradición de conocimiento” que guía a los miembros de los grupos: es el trasfondo, la forma de pensar con la que se identifican. El modelo cultural interno da elementos para explicar la forma en que las personas piensan y actúan. En nuestro análisis, este modelo está integrado por aquellas reflexiones que nuestros actores establecen como punto de referencia para explicarse, definir, reproducir la interculturalidad y que a menudo remite a la comunidad indígena como marco identitario.

LA DIVERGENCIA CULTURAL INICIAL DE LA INTERCULTURALIDAD MEXICANA: DEL INDIGENISMO AL ZAPATISMO

El proceso de la “intercultura­lización” de las instituciones educativas mexicanas está en curso (Muñoz Cruz, 2001; Bertely Busquets, 2003; Schmelkes, 2004, 2009a, 2009b; Ahuja, Berumen, Casillas et al., 2004; Casillas Muñoz y Santini Villar, 2006), pero para entender su particularidad intrínseca cabe tener en cuenta, en primer lugar, el trasfondo de la historia del indigenismo y de su doble corolario ideológico, el nacionalismo cultural y pedagógico. Es en el complejo marco institucional resultante de estos dos pilares ideológicos en el que es preciso situar a continuación los reclamos de los pueblos indígenas y su tránsito hacia una paulatina “interculturalización” programática y estructural del sistema educativo mexicano.
Frente a este nacionalismo “criollo”, modernizador y eurocéntrico surgen, tanto entre las revueltas populares rurales del finales del siglo xix como entre la intelectualidad urbana crítica, proyectos alternativos de nación, que se concretizan y enlazan violentamente a principios del siglo xx en la Revolución Mexicana. Muchos comuneros indígenas y campesinos sin tierra, procedentes de comunidades indígenas y campesinas sobre todo del centro y sur del país, se suman a la “bola” revolucionaria precisamente por defender sus derechos colectivos, que se traducen paradigmáticamente en el célebre “Plan de Ayala”, un proyecto de nación descentralizada, basado en comuni­dades autónomas y autogestionadas. Sin embargo, en abierta contradicción con esta vertiente “zapatista”, a lo largo de la contienda armada se acaba imponiendo un proyecto de nación fuertemente citadino, centralizador y estatista. Ala vez, el proyecto victorioso y finalmente oficializado contempla una nación nuevamente homogénea y una vez más influenciada por Francia, en este caso por la tradición jacobina.
La paulatina “pacificación” de los diferentes bandos armados se inicia el proceso institucional y cotidiano de la “formación del Estado” (Joseph y Nugent, 2002), el grupo de intelectuales críticos que se había formado en el Porfiriato tardío en torno a Vasconcelos, conocido como el “Ateneo”, se hace cargo de convertir la “mestizofilia ideológica” (Basave Benítez, 1992) en la nueva ideología nacionalista (Ocampo López, 2005). Esta mestizofilia guiará las políticas culturales y educativas ante aquellos sectores de la población sobre todo rural que aún no se identifican con la nación mexicana (Peña, 1995, Dietz, 2005).
La principal tarea que tuvo la educación al convertirse en asunto de Estado consistió en lograr tanto la homogeneización del país, como su integración y participación dentro de la modernidad. Después del proceso de independen­cia, a través de la escuela se intenta formar un nuevo tipo de ciudadano. Es la educación básica la que tiene la tarea de enseñar a respetar las tradiciones e instituciones del país generando o buscando cierta uniformidad (Vázquez de Knauth, 1970), inculcando valores capaces de generar en los individuos lealtad a la nación.
Las propuestas políticas de ambos grupos generan una disputa constante:
Ya que los conservadores luchaban por la prevalencia de la educación reli­giosa con base en los dogmas de la iglesia católica, el principio de la autoridad eclesiástica y civil, los principios de que la identidad nacional estaban funda­mentados en la conquista española, etcétera. Por el contrario, los liberales se empeñaban en lograr una plena libertad de la enseñanza y sobre todo, el laicismo como medio para terminar con el fanatismo y los errores científicos que esto provocan (Silva Badillo y Muñoz de Alba, 1992: 193).
Asimismo, transmitía a la población los programas establecidos previamente por el Estado a través de diferentes órganos educativos. De la misma forma, la profesión docente se convierte en el centro de atención del Estado, debido a que los maestros, a través de las Escuelas Primarias Rurales, las Misiones Culturales y las Escuelas Normales Rurales se vuelven los emisores de su ideología (Calvo, 1989).
El Estado tiene la tarea de otorgar educación de calidad, que vaya de acuerdo con las exigencias sociales, políticas y culturales de la época; así como de resolver las demandas laborales de los maestros (Arnaut, 1988: 48). Por ello se siguen generando cambios en el campo educativo con la idea de mejorar la calidad de la educación, debido a que el Estado sigue ubicando a la educación como la solución de los “males nacionales” (Peña Pérez, 2005: 160). No obstante, el hecho de que ésta sea asunto del Estado no significa que su papel se reduzca a los intereses que éste tiene respecto de ella;


EL PAPEL DE LA SECRETARÍA DE EDUCACIÓN PÚBLICA
En sus inicios, la sep se propuso combatir el analfabetismo y fomentar la escuela rural, la educación media superior, así como la edición de libros para promover las artes entre todos los sectores de la población, con el fin de brindar el “ideal democrático” por el que se había luchado durante la Re­volución (Irigoyen Millán, 2006: 2). La sep se convierte así en el organismo que tomaría las medidas necesarias para ejecutar los postulados establecidos en el Artículo Tercero Constitucional.
Para fortalecer el proyecto educativo nacionalista organiza cursos, pro­mueve la construcción de escuelas, la apertura de bibliotecas y busca que los grupos marginados en zonas rurales accedan a la educación a través de diferentes programas. Por ejemplo, en el periodo posrevolucionario establece la Escuela de Verano y para 1922 funda la primera de diez Escuelas Normales Rurales (Ducoing, 2004: 52; Arnaut, 1988: 58):
Acomienzos de los años veinte, aunque la sep elogiaba —de dientes para afue­ra— la rica estética de la cultura indígena y promoviera una moda de sarapes, metates y huipiles entre los intelectuales de la Ciudad de México, distribuía los clásicos griegos en los pueblos más remotos (Vaughan, 2001: 56).
LA INTERMEDIACIÓN DEL SINDICATO NACIONAL DE TRABAJADORES DE LA EDUCACIÓN
A lo largo de la historia del magisterio, organizaciones como la Federación Nacional de Trabajadores de la Enseñanza (FNTE) y el Sindicato de Traba­jadores de la Enseñanza de la República Mexicana (STERM) buscaron que la profesión docente se convirtiera en asunto del Estado. Sin embargo, es el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE) el que logra que, a través de la SEP, la docencia y la educación básica formen parte del Estado (Arnaut, 1988; Street, 1992, 1998).
Desde sus inicios, el SNTE obtuvo recursos del Estado mexicano, articuló sus labores con la SEP y declaró abiertamente su apoyo hacia EL PRI-PNR. Dentro de esta red de instituciones, y con el paso de los años, el SNTE adquiría mayor presencia y fortalecimiento. Sin embargo, el sistema educativo seguía bajo el control de los tres organismos. El SNTE en ese entonces, actuaba como un órgano dedicado a encauzar y limitar las demandas y peticiones del ma­gisterio y, al igual que la SEP, reprodujo la ideología nacional y populista del Estado posrevolucionario a través de los principios de la educación pública, gratuita y laica.
En los años noventa del siglo pasado, la relación entre SEP, SNTE y PRI comienza a fracturarse. Ya durante el gobierno de Miguel de la Madrid (1982-1988), se intentan viabilizar políticas modernizantes en el sistema educativo como la descentralización, lo cual redujo el gasto en el campo educativo. La baja de salarios generó protestas por parte del magisterio, y los intentos de descentralización produjeron conflictos entre la SEP y el SNTE (Street, 1992, 1998). En ese entonces el SNTE era liderado por la “Vanguardia Revolucionaria”, una corriente político-sindical cuyo representante era Car­los Jonguitud Barrios. Los conflictos terminan en 1989, cuando Vanguardia Revolucionaria pierde el control del SNTE y Elba Esther Gordillo toma su dirección política.
En el momento en el que Elba Esther Gordillo se encuentra al frente del sindicato, éste deja de oponerse a la descentralización del sistema y busca beneficiarse de este proceso. Por ello se implantan nuevos compromisos, como el establecer alianzas y mostrar su deber exclusivo con la educación, aspecto que quebranta su relación con el PRI.
El incremento del arraigo local de sus miembros repercute en una ampliación de la programática de la anpibac —limitada hasta entonces al ámbito educativo y cultural—, hacia demandas políticas y agrarias (Hernández Hernández, 1988). Esta nueva dinámica desembocará en una profunda división en la organización a lo largo de los años ochenta:
Aquellos maestros que mantienen su postura leal al régimen y que sólo desarrollan actividades de política educativa y cultural pierden sus lazos con su base comunal; sin embargo, logran establecerse en el medio urbano y conquistar paulatinamente puestos claves en la Secretaría de Educación. Este grupo se autoconcibe como una nueva “intelectualidad india” urbana; de él surgirán organizaciones culturales propias como las Academias de len­guas indígenas creadas con finalidades lingüísticas, la asociación de autores Escritores en Lenguas Indígenas, A.C. y el así denominado Grupo Plural de Representantes Indígenas, una plataforma informal de intelectuales indígenas (Dietz, 1999; Gutiérrez Chong, 2001).
Los maestros que permanecen en sus comunidades y se reintegran de forma activa en la política local, pierden la posibilidad de acceder a puestos importantes en la administración educativa. Aquellos maestros que no limitan sus actividades políticas al ámbito local o regional aprovechan los residuos organizacionales de la anpibac, convirtiéndola en una red informal para mantener sus contactos con maestros indígenas en otras regiones.
A finales de la década de 1980 y sobre todo a lo largo de los noventa, ambas formas de organización, las organizaciones campesinas y las asociaciones del magisterio indígena, entran en una crisis existencial. Tanto el reconocimiento oficial de que el indigenismo ha fracasado como medio de homogeneización étnica de la población rural, como la retirada del Estado neoliberal de la política agraria y agrícola, significan para ambos tipos de organizaciones la pérdida del interlocutor institucional. Con ello, también pierden su jus­tificación y legitimidad ante sus propias bases. En este contexto, tanto las asociaciones indígenas del magisterio como las organizaciones del “clásico” movimiento campesino se verán marginadas por la aparición de un nuevo tipo de organización (Sarmiento Silva, 1991).
LA ETNIFICACIÓN Y COMUNALIZACIÓN DE LAS REIVINDICACIONES INDÍGENAS
Apesar de este proceso de “ciudadanización”, perceptible en diferentes regiones indígenas de México, como resultado del mismo, la etnicidad y no la ciudadanía definida de forma individualista y formal se convierte en principal fuente y objeto de las reivindicaciones indígenas. Ello se debe a la coincidencia a comienzos de la década de 1990 de tres factores diferentes que en su confluencia aceleran el “despertar étnico” de las regiones indí­genas de México:
En primer lugar, la alternativa partidista pronto genera un desencanto ge­neralizado entre las comunidades indígenas respecto a la nueva disidencia partidista. El porcentaje sorprendentemente alto que en zonas rurales ob­tiene la nueva disidencia política en las elecciones presidenciales de 1988, ilustra el inicio del mencionado proceso de ciudadanización de la población indígena y campesina, de su ingreso en el ámbito nacional como ciudadanos que reivindican una mayor participación política.
Los diferentes actores indígenas y campesinos de los anteriores movimien­tos ahora comparten una experiencia común: la impresión de ser mero “botín electoral” y base fácilmente movilizable de diferentes actores mes­tizos y urbanos. El magisterio bilingüe indígena sigue siendo marginado incluso dentro de las jerarquías del partido de oposición, los comuneros y sus autoridades locales sólo son escuchadas en fases de campaña electoral y los escasos representantes indígenas que logran ocupar escaños parla­mentarios o cargos políticos rápidamente pierden sus vínculos con su elec­torado indígena. El mencionado proceso de desencanto coincide con la reti­rada gubernamental tanto de sus políticas indigenistas como de sus progra­mas de desarrollo rural, con lo cual los antiguos intermediarios pierden sus vínculos externos. Así, el abismo entre Estado y comunidad se amplía aún más durante la fase de las reformas neoliberales de los últimos sexenios, de manera que los intermediarios predilectos del Estado, tanto la intelligentzija indígena como los líderes campesinos corporativistas, se verán forzados a decidirse entre dos alternativas incompatibles: o rescatan sus oportunida­des de ascenso profesional desvinculándose de su comunidad o regio y se establecen en un núcleo metropolitano, o se reintegran a en su comunidad de origen a expensas de sus anteriores lealtades institucionales externas.
Esta alternativa es brevemente pospuesta en el transcurso del mencio­nado debate no sólo nacional, sino continental sobre el v Centenario. La “disputa del 92”24 muy pronto trasciende el recinto académico y desemboca en un debate sumamente político sobre la identidad y la autodefinición de los Estados-nación latinoamericanos y su relación con los pueblos indígenas asentados en ellos (Díaz Gómez, 1992). Alo largo de este debate, por primera vez desde la ruptura de las organizaciones indígenas semioficialistas cnpi y anpibac se establece en México una plataforma común que reúne tanto a los funcionarios indígenas leales al régimen como a la disidencia india de regreso a sus regiones de origen (Sarmiento Silva, 2001).
Las formas de acción de las nuevas alianzas regionales combinan ele­mentos procedentes de los movimientos urbanos de protesta con las habi­tuales estrategias de las comunidades indígenas: recurriendo a la práctica desarrollada en más de 500 años de relaciones entre pueblos indígenas y administración estatal, primero se siguen estrictamente todos los canales legalmente previstos para presentar solicitudes y peticiones ante las ins­tancias gubernamentales. Agotadas las vías legales, se aplican medidas de presión como manifestaciones y bloqueos de carreteras para, sólo en casos extremos, optar por la toma de instalaciones gubernamentales y el “encie­rro” de sus funcionarios. Precisamente estas “visitas” a las agencias gu­bernamentales responsables de la falta de atención a las regiones indígenas, ilustra la conversión del “pobre indio” peticionario de ayudas asistencialistas en un ciudadano perfectamente consciente de sus derechos: mientras que anteriormente las autoridades comunales se veían obligadas a acudir a la capital estatal o federal presentándose en todo tipo de institución para soli­citar cualquier ayuda por muy nimia que fuera, ahora comunidades enteras “invaden” las dependencias gubernamentales y con su mera presencia —que puede durar varios días y noches— imponen las medidas de fomento hasta entonces denegadas o demoradas.
Es desde esta reivindicación de la autonomía comunal o regional desde la cual los actores indígenas replantean el debate sobre la educación bilingüe bicultural, que desde el último sexenio se comienza a denominar educa­ción intercultural bilingüe (Ahuja, Berumen, Casillas et al., 2004). Como desarrollan más ampliamente Muñoz Cruz (2001, 2009), Bertely Busquets y González Apodaca (2003) y Jiménez Naranjo (2011),25 desde entonces el subsistema educativo dedicado a la población indígena se ha convertido en foco privilegiado del reconocimiento de la diversidad ya no como un problema o como un recurso, sino como un derecho colectivo (Muñoz Cruz, 2001), que requiere de respuestas gubernamentales diferenciadas y “pertinentes” (Schmelkes, 2003). La Coordinación General de Educación Intercultural y Bilingüe (cgeib) de la sep acompaña estos procesos de diversificación programática y curricular (Ahuja, Berumen, Casillas et al., 2004, Chapela y Ahuja, 2006).
LOS INTERMEDIARIOS DE LOS DISCURSOS Y SUS CAMPOS DE TRANSFERENCIA:ACTORES Y ARENAS PEDAGÓGICAS, ACADÉMICAS Y POLÍTICAS DE LO INTERCULTURAL
La divergencia inicial trazada entre los debates internacionales acerca de los modelos educativos denominados interculturales (cfr. capítulo 3), por un lado, y la transición mexicana hacia una paulatina interculturalización de los marcos institucionales nacionalistas e indigenistas (cfr. capítulo 4), por otro lado, permite ahora identificar y analizar las tendencias principales de la migración del discurso intercultural y su resignificación por los diferentes intermediarios mexicanos.
Estos intermediarios pedagógicos, académicos y políticos se sitúan en una especie de “triángulo atlántico” de influencias de modelos y enfoques interculturales, de los cuales se nutren conforme a sus propios intereses y estrategias para “interculturalizar” determinados campos de transferencia. En particular, la creación de nuevas figuras de intermediación cultural, la formación docente y la educación superior surgen como “arenas” predilectas de estos actores para aterrizar institucional y programáticamente su respec­tivo discurso intercultural.
El maestro se ha convertido en un “misionero cultural”, hasta que pos­teriormente llega a existir la figura del maestro de educación normal que actualmente conocemos. El maestro misionero se especializaba en el idioma de la región en la que iba a intervenir, contaba con habilidades y conocimien­tos que le ayudaban a reclutar personas interesadas en la docencia con el propósito de enviarlos a las poblaciones más necesitadas (Tinajero Berrueta, 1993: 111). La mayoría de ellos provenían de carreras técnicas o carecían de formación profesional, eran de diferentes clases sociales y edades; además, contaban con “vocación de servicio social”.
El programa de las Misiones Culturales comenzó de manera oficial en octubre de 1923, por iniciativa del presidente Álvaro Obregón, se generó desde el origen de la sep y se ligó a la labor de las Escuelas Rurales Mexi­canas con la idea de mejorar la situación de las zonas rurales e indígenas (Jiménez Naranjo, 2009a).
En 1926 hay un auge de las Misiones Culturales, que ya eran vistas como “escuelas sin muros”, capaces de formar a ciudadanos con mejores condi­ciones de vida. Pero es hasta el año de 1942 cuando se reorienta el trabajo de los maestros misioneros, debido a que existe un paralelo desarrollo de instituciones educativas como las Escuelas Normales (Tinajero Berrueta, 1993: 111).

De los sesenta a los noventa las Misiones Culturales tienen como prioridad realizar campañas de alfabetización para la población adulta; como consecuen­cia son transferidas a la Dirección General de Educación de Adultos. En 1981 nuevamente son transferidas a otro organismo, el Instituto Nacional para la Educación de los Adultos.



                                    


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